Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







miércoles, 11 de noviembre de 2009

El campo


EL CAMPO

Lord Dunsany


Cuando se han visto caer ya en Londres las flores de la primavera y cómo ha aparecido madurado y decaído el verano, con esa rapidez con que transcurre en las ciudades, y, sin embargo, se está en Londres todavía, entonces, en un momento imprevisto, el campo alza su cabeza florida y nos llama con su voz clara, urgente e imperiosa. Cerros y colinas parecen surgir como surgirían en el horizonte celestial las filas angélicas de un coro dedicado a rescatar a las almas empedernidas en el vicio, arrancándolas de sus tugurios.
El trajín callejero no hace suficiente ruido para ahogar su voz, ni las mil asechanzas londinenses podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier arroyuelo rural, con sus guijarros de colores... Londres entero cae vencido por aquel, como un Goliath metropolitano atacado de improviso.
De muy lejos vienen esas voces interiores, muy lejos en leguas y en remotos años, porque esos montes y colinas que nos solicitan son los montes que "fueron"; esa voz es la voz de antaño, cuando el rey de los duendecillos soplaba aún su cuerno.

Yo las veo ahora, aquellas colinas de mi infancia, porque ellas son las que me llaman, las veo con sus rostros vueltos hacia un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figurillas de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde. Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni apetecibles mansiones ni regaladas residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar, y las ha sustituido por efímeros inquilinos.
Cuando sentía interiormente la voz de las montañas, iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, guardadoras de alguno de los últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran acogedores. En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva; de repente, allá se presentan todas, todas sentadas bajo el sol.

Creo yo que si uno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en número y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien: conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos parece que las casas urbanas aumentan en fealdad, las calles en abyección, la oscuridad es mayor y los errores de la civilización se muestran más a lo vivo al desprecio de los campos.
Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto: "¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!". En aquel instante, un puentecillo de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.
Entramos en el campo.
A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros los campos cantan su vieja, eterna canción.

Una pradera hay allá llena de margaritas. Al través de ella, un arroyuelo corre bajo un bosquecillo de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyuelo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas.
Allí acostumbraba yo a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.
Frecuentemente venía aquí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz que producía.
Pero a la segunda vez que vine pensé que algo ominoso se ocultaba en aquellas praderas.
Allí abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyuelo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.
No me detuve mucho en ese lugar. Quizá, pensé, tanto tiempo pasado en Londres me había despertado estas mórbidas fantasías. Y me fuí a las colinas tan de prisa como pude.
Varios días estuve respirando el aire campesino, y cuando tuve que volverme fuí de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.

Un año entero pasó antes de volver por allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba una cancioncilla alegre. Mas en el momento en que avancé en el campo, mi antigua inquietud renació; y esta vez peor que en las anteriores. Me parecía notar como si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.
Quise tranquilizarme haciendo el razonamiento de que tal vez el ejercicio de la bicicleta era malo y que en el momento en que se toma descanso se despertaría ese sentimiento de inquietud.
Poco después volvía a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me atrajo hacia ella. Y entonces me vino a la fantasía el pensar lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajo la luz de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.

Conocía a un hombre que estaba informado al detalle de la historia de la localidad. Fuí a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me estrechaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.
Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.
Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, y cada vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba, junto a los hermosos juncos.
Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me asaltó la conjetura de si correría tan de prisa como la sangre.
Y comprendí que sería un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se empezase a oír voces.

Por fin fuí allá con un poeta a quien yo conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y decirme qué era lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El suelo, el aire, las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente, el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente por los lugares campestres.
Cuando el poeta vió aquel prado se quedó como en éxtasis; las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo; después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo, con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy detenidamente, moviendo la cabeza.

Durante un gran rato estuvo silencioso, y, entretanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.
Entonces le dije: "¿Qué clase de campo es este?".
Y él movió la cabeza con pesadumbre.
"Es un campo de batalla", dijo.



Lord Dunsany

(A Dreamer's Tales, 1910)
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- "Cuentos de un Soñador"
- trad.: Amparo Nieto Bort
- Francisco Arellano, Editor (Madrid, 1977)

6 comentarios:

  1. Veo que sigues en tu línea de descubrimientos de literatura fantástica de la que Dunsany es un magnífico representante
    .
    Este breve relato me era desconocido, gracias por traerlo.
    Habrá qie irse al campo unos días jeje!

    Un abrazo Antonio.

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  2. Tantos son, que son tantos los campos de batalla que, dudo si queda una esquinita donde las margaritas habrán sus pétalos de lágrimas.

    Saludos Antonio.

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  3. ¡Qué distintas cosas puede esconder un campo de margaritas!

    Muy interesante este Lord Dunsany, y su manera sui generis de escribir.

    Un saludo

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  4. Aunque la intemperie cambie de vestido, seguirá temblando...

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  5. Se me coló una "h" en (abran). Antonio, como la h es sorda o no hace ruido,saludos.

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