Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







lunes, 4 de junio de 2012

Iris (I)



(dedicado a Liz Hentschel, pintora de sueños)


Empiezo este mes de junio con otro relato del maestro Hesse, un märchen (cuento de hadas) de 1919. Me emocionó en su momento, hace ya muchos años, y lo sigue haciendo, aunque uno se emociona ya de diferente manera. Según el crítico José María Carandell, en este relato Hesse hablaba, parabólicamente, de su fallido matrimonio con Mia Bernoulli, su primera mujer, y de los desencuentros entre ambos. Y otro crítico, el traductor e introductor de la obra en castellano, Rodolfo E. Modern, comenta: "Su romanticismo esencial se saca de encima las circunstancias inmediatas y efímeras para bucear, a través del sueño, o mediante los muy modernos procesos analíticos del psicoanálisis que son su consecuencia (el cuento "Iris" ilustra acabadamente esta afirmación), en el descubrimiento de las verdades fundamentales capaces de otorgar a la vida una significación plena, noble y libre."
Para mí, que no soy crítico, este breve cuento es un pequeño ejemplo de bildungsroman (novela de aprendizaje o formación). Y narra algo que me suena mucho y muy de cerca: el confuso camino que va desde una prístina unión con la magia de la vida -que generalmente ocurre en la infancia-, pasando por el largo trecho intermedio de la relación con el mundo, hasta la vuelta, hasta el regreso al auténtico hogar.
De niños, y también de adolescentes, podemos introducirnos en el cáliz de una flor y ver en una mínima extensión de hierba todo un bosque. Yo mismo lo he hecho y, aun a riesgo de parecer loco, diré que en ciertas paredes de piedra he visto hasta montañas... Recuerdo, por ejemplo, un desván que descubrí una vez en una casa abandonada, en medio del campo, y allí, inexplicablemente, mi mirada se empequeñecía y paseaba con la imaginación por un mundo enorme, lleno de rincones secretos y tesoros. Sólo eran unos pocos metros cuadrados, pero mis ojos veían otra cosa, todo un universo...
Pero no es esta visión lo importante, no se trata de fantasear y convertir lo pequeño en grande, sino en sentir que allí, en lo que tenemos delante de los ojos está el secreto de la misma vida. Eso es lo valioso, y eso es precisamente lo que perdemos según nos vamos haciendo adultos. Y a lo que algunos, con suerte, vuelven después de muchas vueltas y revueltas por el mundo racional. El regreso a la magia...
De eso nos habla este cuento de Hesse. Quien vuelve nunca es el mismo, tras su viaje por el mundo, pero merece la pena el regreso si consigue volver a enlazar con aquello que de niño o de joven vió y sintió como la puerta que llevaba al sentido de la vida, de su vida. Nada que explicar, ningún argumento racional para justificar esto. Es nada más y nada menos que... un sentimiento.


Antonio Martín



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IRIS


por Hermann Hesse



En la primavera de su infancia, Anselmo correteaba por el verde jardín. Una flor entre las flores que su madre cultivaba y que había recibido el nombre de lirio, le era particularmente grata. Arrimaba sus mejillas a sus hojas altas, de color verde claro, apretaba con cuidado los dedos contra las puntas agudas, y miraba largamente en su interior aspirando su floración grande y maravillosa. Había allí largas ringleras de dedos amarillos que brotaban desde el pálido fondo azulado de la flor: entre las mismas se alejaba una vereda luminosa que, bajando por el cáliz, se adentraba en el remoto misterio azul de la flor. Anselmo la quería mucho, pasaba largo tiempo mirándola por dentro y contemplaba los delicados órganos amarillos que le parecían de oro como el cerco de un jardín real, o como una doble avenida de bellos árboles de ensueño a los que ningún viento movía y entre los que corría límpido, veteado por animadas arterias de suaves transparencias, el secreto camino que llevaba a su interior. Era prodigioso ver cómo se dilataba la bóveda; hacia atrás, el camino infinitamente profundo se perdía, entre árboles dorados, en abismos inconcebibles. Sobre él se curvaba la bóveda violeta con gesto soberano y arrojaba una tenue sombra encantada sobre la maravilla inmóvil y a la espera. Anselmo sabía que ésa era la boca de la flor, que tras la magnificencia de esa planta amarilla, tras su garganta azul, moraban el corazón y los pensamientos de la flor. Y que por aquel hermoso, claro, transparente camino estriado entraban y salían su aliento y sus sueños.
Y al lado de la flor grande existían otras más pequeñas, no abiertas aún. Sostenidas por pedúnculos firmes y jugosos, dentro de su pequeño cáliz de una piel verde pardusca, emergería de ellas la flor recién nacida, tranquila y vigorosa, sólidamente envuelta en lila y verdeclaro. De sus finos picos asomaba, enrollado con suave tirantez, un flamante e intenso violeta. También en estos pétalos nuevos, todavía firmemente enrollados, había vetas y centenares de dibujos para observar.

Por las mañanas, cuando Anselmo salía de casa, del sueño y el ensueño, y regresaba a su extraño mundo, allí estaba el jardín, siempre nuevo, aguardándolo como de costumbre. Y donde ayer contemplara con detenimiento un duro botón azul densamente enrollado, ahora, bajo su verde cubierta, tenue y azul como el aire, un tierno pétalo pendía, similar a una lengua y a unos labios, buscando a tientas la forma y la convexidad largo tiempo soñadas; y en la parte interior, donde proseguía la lucha silenciosa con la envoltura, se adivinaban, ya dispuestos, las finas florescencias amarillas, los claros caminos veteados y las remotas y perfumadas cimas del alma. Tal vez al mediodía, tal vez por la noche, el botón se abriría, desplegaría su abovedada tienda de campaña de seda azul sobre el dorado bosque de sueños, y sus primeros ensueños, pensamientos y canciones surgirían apacibles, alentados por el impulso de aquel abismo mágico.
Llegó un día en que, entre la hierba, no brotaron más que campanillas azules. Llegó un día en que, de pronto, hubo una resonancia nueva, un perfume nuevo en el jardín: sobre el follaje rojizo y asoleado pendía, blanda y bermeja, la primera rosa té. Llegó el día en que desaparecieron los lirios. Se habían ido; ningún sendero entre cercos dorados bajaba ya suavemente al fragante misterio; era extraño encontrar esas hojas rígidas, frescas y terminadas en pico. Pero había bayas maduras en los matorrales, y encima de los narcisos revoloteaban, libre y juguetonamente, nuevas e inexplicables mariposas de color pardo rojizo y dorso nacarado, así como esfinges zumbadoras de alas cristalinas. Anselmo hablaba con las mariposas y con los guijarros; tenía por amigos al escarabajo y a la lagartija; los pájaros le contaban historias de pájaros; los helechos le dejaban ver sus pardas y concentradas semillas escondidas bajo la cubierta de las gigantescas hojas; trozos de vidrio verde y cristalino apresaban para él los rayos del sol y se convertían en palacios, jardines y centelleantes cámaras de tesoros. Los lirios se habían ido, pero en cambio florecían las capuchinas; si las rosas té se marchitaban, maduraban las moras; todas las cosas se desplazaban, aparecían, duraban, se desvanecían y a su tiempo volvían a aparecer; inclusive esos días temibles y caprichosos, cuando el viento frío alborotaba entre los abetos y el follaje marchito crujía macilento y agónico en todo el jardín, traían también consigo una canción, una experiencia, una historia, hasta que todo nuevamente declinaba; la nieve caía ante las ventanas y bosques de palmeras crecían junto a los vidrios; ángeles con campanas de plata volaban en la noche; el zaguán y el desván olían a frutas desecadas. Jamás se extinguían la amistad ni la confianza en aquel universo de bondad. Y si en alguna ocasión, de repente, brillaban las campanillas blancas entre las negras hojas de la hiedra y volaban los primeros pájaros por las alturas nuevamente azules, era como si todo hubiera sido siempre así. Hasta que otro día, inesperadamente, pero siempre en el instante preciso y deseado, volvía a mirar la primera yema azulada desde uno de los tallos del lirio.

Todo era lindo para Anselmo, todas las cosas eran familiares y amistosas, a todas les daba la bienvenida; pero el momento supremo del milagro y la gracia era, para el muchacho, cada año, el del primer lirio. En su cáliz -una vez, en sus sueños infantiles más tempranos- había leído por primera vez en el libro de las maravillas; su aroma y su azul ondulante y múltiple habían significado para él llamada y clave de la Creación. Así lo acompañó el lirio a través de todos sus años de inocencia, renovándose cada verano y haciéndose más enigmático y conmovedor. También otras flores tenían boca, también de otras flores emanaban fragancia y pensamientos, y otras atraían asimismo abejas y escarabajos a sus pequeñas y dulces cámaras. Pero el lirio azul era la flor más importante para el muchacho y aquella a la que amaba más entre todas: se convirtió en símbolo y ejemplo de todo lo prodigioso y digno de reflexión. Cuando miraba dentro de su cáliz y seguía mentalmente absorto aquel diáfano sendero de ensueño por entre los extraños cogollos amarillos hasta la crepuscular intimidad de la flor, entonces su alma veía en ese pórtico en el que la apariencia se convierte en enigma y la visión en presentimiento. Algunas veces, de noche, soñaba con ese cáliz, lo veía enormemente grande y abierto ante él, como la puerta abierta de un palacio celestial; ingresaba a caballo o volando en un cisne; y con él volaba y montaba y se deslizaba sin ruido el mundo entero, atraído por arte de magia hacia la hermosa garganta, hacia abajo, donde la espera debía cumplirse y el presentimiento volverse verdad.
Todo fenómeno sobre la tierra es un símbolo, y todo símbolo es una puerta abierta, por la que el alma, si está preparada, puede entrar en la intimidad del mundo, donde el tú y el yo, el día y la noche, son uno. Ante cada hombre, alguna vez en su vida, aparece la puerta abierta en el camino; en cada hombre aletea en una ocasión la idea de que todos los objetos visibles son símbolos y de que, tras cada símbolo, habitan el espíritu y la vida eterna. Pocos pasan, es cierto, por esa puerta y renuncian a las bellas apariencias a cambio de la presentida realidad de lo íntimo.

Así, el muchacho Anselmo creía que el cáliz de su flor era como una pregunta abierta y silenciosa que, en medio de vislumbres borboteantes, instaba a su alma a dar una respuesta feliz. Después volvía a tironear de él la deliciosa multiplicidad de las cosas: hablaba y jugaba con la hierba y con las piedras, raíces, arbustos, bichos y todas las amistades de su mundo. A menudo se sumía en profundas meditaciones respecto de sí mismo; sentado, examinaba las peculiaridades de su cuerpo; sentía con los ojos cerrados al tragar, cuando cantaba o respiraba, extraños movimientos, sensaciones y percepciones en la boca y en el cuello; sentía también que allí estaban el camino y la puerta por los que un alma puede llegar a otra; observaba con admiración las significativas figuras coloreadas que se le aparecían con frecuencia desde la purpúrea oscuridad de sus ojos cerrados; manchas y semicírculos de azul y rojo subido, con claras líneas cristalinas entrelazadas. Muchas veces advertía Anselmo, con una emoción entre regozijada y temerosa, las conexiones múltiples y sutiles entre ojo y oído, olfato y tacto; durante bellos y fugaces instantes percibía sonidos, acentos, letras vinculadas entre sí y similares al rojo y al azul, a lo duro y a lo blando; o se admiraba al oler una planta o un trozo de verde corteza arrancada, o de lo extrañamente próximos que están el olfato y el gusto, y cuán a menudo uno se cambia en otro o se convierten en algo único.
Todos los niños tienen esa sensibilidad, si bien no todos la desarrollan con la misma fuerza y sutileza, y en muchos de ellos pronto desaparece, aun antes de haber aprendido las primeras letras, como si nunca la hubiesen tenido. En otros subsiste largo tiempo ese misterio de la infancia; y llegan a conservar para sí un resto y eco de él hasta la época de los cabellos blancos y los fatigados días postreros. Todos los niños, en tanto que están en el secreto, se ocupan de continuo y con toda el alma del único asunto importante, vale decir, de sí mismos y de las enigmáticas conexiones existentes entre su propia persona y el mundo circundante.

Buscadores de la verdad y sabios retornan con los años de madurez a estas ocupaciones, pero la mayor parte de los hombres olvidan y abandonan desde temprano este mundo interior de lo verdaderamente trascendental y vagan a lo largo de su existencia por los laberintos confusos de las preocupaciones, los deseos y los objetivos, ninguno de los cuales vive en lo íntimo ni los volverá a conducir a su intimidad y a su morada.
Los veranos y otoños de la infancia de Anselmo llegaban suavemente y se marchaban sin ser oídos; una y otra vez florecían y se marchitaban las campanillas blancas, las violetas, los alelíes amarillos, las siemprevivas, rosas y lirios, hermosos y abundantes como siempre. Convivía con ellos; la flor y el pájaro le hablaban; el árbol y la fuente lo escuchaban; llevó consigo, según la vieja costumbre, las primeras letras escritas en su cuaderno, los primeros disgustos con sus amiguitos, el jardín, su madre, el arriate adornado de coloridas piedras.

Pero una vez llegó cierta primavera que no olía ni sonaba como las anteriores; el mirlo cantaba, pero no la vieja canción; se abrió el lirio azul, y por el sendero de su cáliz, flanqueado con cercos de oro, no entraban ni salían ensueños ni historias legendarias. Reían las frutillas escondidas en su verde sombra; las mariposas revoloteaban brillantes sobre las altas umbelas; pero ya no era como antes y otras cosas empezaban a interesar al muchacho, que ahora discutía mucho con su madre. Él mismo no sabía qué le pasaba ni la razón de su sufrimiento, ni la causa de aquellos disgustos continuos. Únicamente veía que el mundo había cambiado, que las amistades de otrora se alejaban y lo dejaban solo.
Así transcurrió un año, y otro; Anselmo ya no era un niño. Los variados guijarros que rodeaban el arriate se habían vuelto fastidiosos, y las flores estúpidas; guardaba los escarabajos clavados con alfileres en una caja; su alma había iniciado el largo y duro rodeo, y los antiguos amigos se habían secado y agostado.

Impetuosamente irrumpió el joven en la vida, que sólo ahora creía que comenzaba. Borracho y olvidado quedó el mundo de las alegorías; nuevos deseos y caminos le atraían. Aún permanecía suspendida de él la niñez como una fragancia en la mirada azul y en el cabello suave, pero no le agradaba que le recordasen esos años. De esta manera se hizo cortar el pelo al rape y puso en la mirada tanta audacia y experiencia como le fue posible. Se precipitó con veleidad a través de aquellos inquietos años de espera, ora como buen estudiante y amigo, ora solitario y huraño, unas veces enfrascado en los libros, hasta por las noches, otras indómito y estrepitoso en las primeras orgías juveniles. Tuvo que abandonar su patria y sólo volvió a verla raras veces en cortas visitas, cuando, transformado, alto y bien vestido, visitaba a su madre. Traía consigo amigos, libros, siempre diferentes los unos y los otros, y cuando cruzaba el viejo jardín, éste parecía pequeño y callaba ante su mirar distraído. Nunca más volvió a leer historias en las vetas coloreadas de las piedras y las hojas, no volvió a ver jamás a Dios y a la eternidad habitando en el misterio floral del iris azul.

Anselmo fue colegial, fue estudiante; volvió a la ciudad natal con una gorra roja, luego con otra amarilla, con bozo encima de los labios y luego con barba incipiente. Trajo libros en idiomas extranjeros; una vez un perro; y en una cartera de cuero que guardaba junto al pecho llevaba poesías reservadas, o copias que contenían una sabiduría muy antigua, o retratos y cartas de lindas muchachas. Regresó de nuevo; había estado lejos en tierras extranjeras y había estado embarcado en grandes buques surcando los mares. Y otra vez regresó. Ya era un joven sabio, traía sombrero negro y guantes oscuros; y sus antiguos vecinos se quitaban el sombrero para saludarlo y le daban el nombre de profesor, aunque todavía no lo era. Vino otra vez, y esbelto y grave en su traje negro, caminó tras el lento carruaje que llevaba a su madre anciana, yacente en un ataúd engalanado. Después volvió en muy contadas ocasiones.


Hermann Hesse (1919)


(...)

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- Ediciones Librerías Fausto (Buenos Aires, 1975)
- traducción: Rodolfo E. Modern
- pintura: "La Verja", por Liz Hentschel (1997)

2 comentarios:

  1. Antonio, mi gran y especial amigo:

    ¡Cuál no sería mi sorpresa al abrir hoy tu Cuaderno!
    Primeramente, el ver un cuadro mío adornando tu página, me emocionó mucho. (Volveré a ello después.)
    Segundo: el encontrarme nuevamente con el Tío Hermann, a quien me siento tan ligada desde siempre, y delante de un Märchen precioso, que no conocía.
    Tercero: que coincida, además, el nombre de la flor protagonista con mi propio nombre virtual... Todo ello me ha llenado de alegría, precisamente en esta etapa en que me encuentro algo "obstruida" en estos mundos cibernéticos, debido a que la descompostura de mi cámara fotográfica me ha impedido subir a la red mis nuevas obras. Esta molesta situación de orden técnico me entristece al grado de acarrearme sentimientos de empantanamiento y franca depresión.

    Leí el bello cuento, que dejó mi alma perfumada de muchas cosas hermosas y profundas. Te he dejado en mi blog un comentario más amplio al respecto, si gustas desplazarte hasta esos umbrales.
    Lo que quiero decir aquí, para terminar, es que el cuadro que elegiste para ilustrar tu entrada fue uno de mis primeros cuadros.
    Tú no lo sabías, naturalmente. Pero este hecho acentúa aún más la adecuación de imagen y texto: en el relato, el personaje debe volver a sus orígenes para recordar su esencia; debe rememorar sus primeras vivencias para entrar nuevamente en el camino esencial. ¡Eso es lo que has propiciado en mi al publicar este post!

    Muchísimas gracias, Amigo de Sincronías. Te mando un abrazo trasatlántico envuelto en tonos azules.

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  2. ¡Hola, Liz!

    Veo que te adelantaste, y leíste el cuento completo antes de publicarlo aquí. ¡Eres muy veloz! (jeje).
    Elegí ese precioso cuadro tuyo porque me parecía como la puerta que daba al jardín de Anselmo, donde encontraba esas visiones y ensueños.
    ´
    Sí, amiga, llega cierto momento en la vida en que parece que debemos volver... El viaje por el mundo estuvo más o menos bien, pero tenemos que regresar, para beber de nuevo de la vieja fuente.

    Me alegra muy mucho que te haya gustado, y que además tenga que ver con tu momento actual. Lo del problema con la cámara es accidental, ya lo solucionarás pronto. Lo importante es que sigas pintando esas maravillas tan tuyas.

    Un fuerte abrazo, Liz, desde el Árbol Azul de la buena amistad.

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