Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







sábado, 21 de junio de 2014

Un rico diablo...



    «Louis el Cruel había caído del cielo, apareció inesperadamente. Era un viejo amigo de Klingsor, el viajero, el caprichoso, que vivía en el tren y su taller estaba en la mochila. Aquel día cayeron del cielo horas buenas, soplaron vientos propicios. Pintaron juntos en el monte de olivos y en Cartago. 
    —En realidad, ¿tiene algún valor toda esta pintura? —dijo Louis en el monte de olivos, tumbado sobre la hierba, desnudo y con la espalda roja del sol—. Uno sólo pinta à faute de mieux, querido. Si siempre tuvieras en tu regazo a la muchacha  que te gusta y en el plato la sopa que deseas, no te atormentarías con bagatelas tan absurdas. La naturaleza tiene diez mil colores y nosotros nos hemos empeñado en reducir la escala a veinte. Eso es la pintura. Nadie está nunca contento y uno aún tiene que ayudar a que los críticos se alimenten. En cambio, una buena sopa marsellesa de pescado, caro mío, con un poco de vino templado de Borgoña, después una escalopa milanesa y de postre peras y gorgonzola y un café turco, ¡eso son realidades, señor mío!, ¡eso son valores! ¡Qué mal se come aquí, en vuestra Palestina! Dios mío, quisiera estar en un cerezo y que las cerezas brotasen de mi boca y que justo encima mío, en la escalera, estuviera la morena ardiente que hemos encontrado esta mañana temprano. ¡Klingsor, deja de pintar! Te invito a una buena comida en Laguno, pronto va a ser hora de comer.
    —¿Vale la pena? —preguntó Klingsor parpadeando. 
    —La vale. Sólo que antes debo ir a toda prisa a la estación. Es que, lo confieso francamente, he telegrafiado a una amiga diciéndole que estoy a punto de morir; es posible que esté aquí hacia las once. 
    Entre risas, Klingsor rompió el estudio que había empezado.
    —Tienes razón, joven. ¡Vayamos a Laguno! Ponte la camisa, Luigi. Aquí las costumbres son muy ingenuas, pero por desgracia no puedes ir desnudo a la ciudad.
    Fueron a la ciudad, entraron en la estación. Llegó una mujer bonita. Comieron bien en un restaurante y Klingsor, que en sus meses de vida campestre había olvidado todo esto, se quedó asombrado de que todavía existiesen tales cosas, queridas y agradables cosas: truchas, jamón asalmonado, espárragos, Chablis, Dôle de Valais, Benedictino.
    Después de comer, los tres subieron en un funicular por la empinada ciudad; pasaron entre casas, por delante de ventanas y jardines colgantes; era muy bonito. No se apearon y volvieron a descender, y de nuevo arriba y abajo. El mundo era bello y extraordinario, multicolor, algo dudoso, algo inverosímil, pero sin embargo maravilloso. Klingsor estaba un poco tímido, aparentaba sangre fría, no quería enamorarse de la bella amiga de Luigi. Fueron de nuevo a un café, pasearon por un vacío parque meridional, se tumbaron junto al agua, a la sombra de enormes árboles. Vieron muchas cosas que deberían ser pintadas: casas rojas de piedras preciosas sobre un verde intenso, zumaques cubiertos de azul y ocre.
    —Has pintado cosas agradables y divertidas, Luigi —dijo Klingsor—, y todas me gustan mucho: astas de bandera, payasos, circos; pero la que prefiero es una mancha en tu cuadro del carrusel nocturno. ¡Sabes, sobre la marea violeta y lejos de toda luz ondea muy arriba en la noche una pequeña bandera fresca, rosa claro, tan bonita, tan limpia, tan terriblemente sola! Es como un poema de Li Tai Pe o de Paul Verlaine. En esta pequeña y estúpida bandera rosa está todo el dolor y la resignación del mundo y también toda la risa que provoca el dolor y la resignación. Te agradezco mucho que hayas pintado esta banderita que justifica tu vida. 
    —Ya sé que te gusta.
    —A ti también te gusta. Mira, si no hubieras pintado cosas como ésta, todas las buenas comidas, vinos, mujeres y cafés no te servirían para nada, serías un pobre diablo. Pero así, eres un rico diablo y eres un tipo a quien uno aprecia. Ves, Luigi, yo a menudo pienso como tú: todo nuestro arte es una simple sustitución, una sustitución penosa y que uno paga diez veces demasiado cara, de una animalidad perdida, de un amor perdido. Pero, sin embargo, no es así. Es completamente distinto. Se sobrevalora lo físico si se considera lo espiritual como una mera sustitución de lo físico ausente. Lo físico no es ni pizca más valioso que el espíritu, como tampoco lo es al revés. Lo mismo da, todo es igual de bueno. Es exactamente idéntico abrazar a una mujer o escribir un poema. Como lo importante es el amor, el ardor, la ternura, entonces da igual que seas monje en el Monte Athos o calavera en París. 
    Louis miró con ojos burlones.
    —¡Joven, no te quites ningún adorno!
    Los dos, junto con la hermosa mujer, vagaron por la comarca. Ambos tenían una mirada aguda. Era su fuerza. En las pequeñas ciudades y aldeas de los alrededores vieron Roma, Japón, vieron los Mares del Sur pero volvieron a destruir sus ilusiones con dedos juguetones; su capricho encendía estrellas en el cielo y las volvía a apagar. Hacían que sus juegos de artificio atravesaran las exuberantes noches; el mundo era burbujas de jabón, era ópera, era alegre locura.
    Louis, el pájaro, deambulaba sobre su bicicleta por las colinas, iba de un lado a otro, mientras Klingsor pintaba. Algunos días los sacrificaba Klingsor, luego se sentaba fuera, obstinado y trabajaba. Louis no quería trabajar. Súbitamente Louis se marchó con su amiga, y escribió una postal desde muy lejos. De pronto reapareció cuando Klingsor ya lo daba por perdido; se presentó a la puerta con el sombrero de paja y la camisa abierta, como si nunca se hubiera marchado. Y Klingsor volvió a beber la copa más dulce de su juventud: la bebida de la amistad. Tenía muchos amigos, muchos le querían, a muchos se había dado, a muchos había abierto su impulsivo corazón, pero sólo dos aún oyeron de sus labios, durante este verano, la vieja llamada del corazón: Louis el pintor y el poeta Hermann, llamado Thu Fu.
    Louis pasaba muchos días en el campo, en su silla de pintor, a la sombra de los perales y de los ciruelos, pero no pintaba. Estaba sentado y pensaba; tenía un papel clavado en el caballete y escribía, escribía mucho, escribía muchas cartas. ¿Son felices las personas que escriben tantas cartas? Louis el despreocupado escribía intensamente, su mirada quedaba penosamente prendida del papel durante horas. Estaba ensimismado. Por eso le quería Klingsor. 
    Klingsor actuaba de otra manera. No podía callar. No podía ocultar su corazón. A sus amigos más íntimos les hablaba de las secretas penas de su alma, pocos las conocían. A veces tenía miedo, melancolía, a veces estaba preso en el pozo de las tinieblas, a veces descomunales sombras de su vida anterior caían sobre sus días y los ensombrecían. Entonces le gustaba ver la cara de Luigi. Entonces se le confiaba. 
    Pero Louis no veía con gusto estas debilidades. Le atormentaban, pedían compasión. Klingsor se acostumbró a mostrar su corazón al amigo y comprendió demasiado tarde que de esta manera le perdía.
    Louis empezó a hablar otra vez de marcharse. Klingsor sabía que podría retenerle algunos días, tres, cinco, pero que un día, de pronto, le enseñaría la maleta preparada y se marcharía para no volver en mucho tiempo. ¡Qué corta era la vida, qué irreparable era todo! A los pocos amigos que comprendían plenamente su arte y cuyo arte era próximo y parecido al suyo los había asustado y molestado, los había disgustado y enfriado con su tonta debilidad y comodidad; meramente por la necesidad pueril e indecorosa de no tener que esforzarse ante un amigo, de no conservar una actitud ante él. ¡Qué tonto y qué pueril había sido! Así se reprendía Klingsor, demasiado tarde.
    Durante los últimos días, rondaron juntos por los dorados valles. Louis tenía muy buen humor, viajar era un placer vital para su corazón de pájaro. Klingsor participaba. De nuevo habían encontrado el viejo tono ligero, juguetón y burlón, que ya no abandonaron más. Una tarde se sentaron en el jardín de la taberna. Encargaron pescado frito, arroz con setas y echaron marrasquino sobre los melocotones.
    —¿Adónde vas a ir mañana? —preguntó Klingsor.
    —No lo sé.
    —¿Irás a casa de aquella hermosa mujer? 
    —Sí. Quizá. ¿Quién puede saberlo? No preguntes tanto. Ahora, para terminar, vamos a beber un buen vino blanco. Yo voto por un Neuchâtel.
    Bebieron. De improviso Louis gritó: 
    —Es magnífico partir, viejo lobo de mar. Muchas veces, cuando estoy sentado cerca de ti, como ahora, por ejemplo, de repente me vienen a la cabeza tonterías. Me imagino que aquí están sentados los dos pintores que tiene nuestra querida patria, y siento una horrible sensación en las rodillas, como si los dos fuésemos de bronce y tuviéramos que estar en un monumento cogidos de la mano, sabes, como Goethe y Schiller. Al fin y al cabo ellos no tienen ninguna culpa de tener que estar eternamente de pie y cogidos de la mano de bronce, y de que se nos hayan hecho poco a poco tan fastidiosos y odiosos. Quizá fueron tipos realmente sutiles y muchachos encantadores; hace tiempo leí una obra de Schiller, verdaderamente bonita. Y ahora se le ha convertido en esto, en un animal famoso y que ha de estar junto a su hermano siamés, una cabeza de yeso junto a la otra. Y uno ve que sus obras reunidas forman corro y son explicadas en las escuelas. Es espantoso. Imagínate dentro de cien años a un profesor predicando a los estudiantes de bachillerato: Klingsor, nacido en 1877, y su contemporáneo Louis, llamado el Glotón, renovaron la pintura, liberaron el color del naturalismo; en un examen más detallado esta pareja de artistas se divide en tres periodos claramente discernibles... Antes prefiero arrojarme bajo una locomotora, hoy mismo.
    —Sería inteligente, los profesores irían a parar bajo el tren.
    —No existen locomotoras tan grandes. Ya sabes lo mezquina que es nuestra técnica.
    Las estrellas ya se habían levantado. De pronto Louis chocó su vaso con el de su amigo.
    —Bien. Brindemos y bebamos. Luego me sentaré en mi bicicleta y adieu. ¡Sin largas despedidas! El tabernero ya está pagado. ¡A tu salud, Klingsor!
    Brindaron, vaciaron los vasos, Louis se subió a la bicicleta, agitó el sombrero y se marchó. Noche, estrellas, Louis estaba en China. Louis era una leyenda. 
    Klingsor sonrió tristemente. ¡Cuánto quería a aquella ave de paso! Permaneció mucho rato sobre la grava del jardín de la taberna, mirando la calle vacía.»


Hermann Hesse


(El último verano de Klingsor - 1919)


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    La tormenta que ha venido hoy a refrescar al final de la tarde un día de plomizo y húmedo bochorno, junto con una curiosa visión de un par de culebras que me ha sorprendido durante mi habitual paseo por el pueblo, me han llevado a recordar, a releer y a transcribir después el anterior capítulo de una de las mejores novelas del amigo Hermann Hesse. Un relato expresionista que me llegó muy íntimamente hace ya mucho tiempo y cuyo significado sigue siendo importante para mí. En la relación del personaje central, el pintor Klingsor, con su itinerante amigo, el también pintor Louis Moilliet, sentí desde un primer momento una identificación que me evocaba otras relaciones que había tenido yo mismo años atrás, reales o imaginadas. Sí, esa dulce copa de la juventud de que hablaba Hesse: la bebida de la amistad. 
    Otra cuestión es lo de las culebras que he visto esta tarde... Quizá esté algo influido últimamente por la muy interesante lectura del libro de las memorias «interiores» de Jung, pero el caso es que llevo unos días fijándome más en los detalles del entorno. Y la visión de las culebras me ha hecho pensar en su significado. Nunca antes había visto ofidios reptando por estas callejas. No es nada habitual. Se suelen ver lagartijas, cuando las nubes dejan que el sol se note intensamente, pero nunca había visto ofidios. Y observo dos cosas con respecto a esto: que el inconsciente no sólo se manifiesta a través de los sueños, y que las serpientes representan un símbolo de mutación...
    En cualquier caso, me han gustado mucho ambas cosas. La tormenta ha traído un frescor al ambiente que se echaba en falta. Hacía tiempo, además, que no escuchaba su imponente, grave y animosa voz de dragón ni veía esos fulgentes parpadeos, esos látigos de luz que estremecen el cielo. Ha sido ciertamente reconfortante caminar bajo la frescura de la lluvia y percibir el impresionante aparato de truenos y rayos. Y también, por otro lado, las verdosas y brillantes culebras, que rápidamente se han escabullido por una de las rendijas del muro de piedra, evocándome a ciertos personajes de un cuento de Hoffmann, me han hecho pensar y sentir.
    Curiosamente, por la mañana temprano, cuando aún estaba acostado, medio envuelto todavía en la telaraña de los sueños, he oído que los mirlos cantaban de diferente manera, que eran algo distintas las notas de su melodía, con un tono como más jovial y alegre que de costumbre; lo que me ha sorprendido gratamente. Y, en fin, quiero decir que con la posterior relectura y transcripción del capítulo de Hesse, que no sé bien qué relación pueda tener con todo lo anteriormente expuesto y que fue uno de los alicientes, en su momento, que me motivaron para viajar a la verdiazul y dorada Montagnola, me acabo de hacer un buen regalo de cumpleaños.

    Muchas cosas podría escribir sobre este capítulo de Hesse, muchas, y también sobre los demás capítulos del mismo relato de «Klingsor», que me tocan de cerca y siempre he visto como una premonición del lejanamente posterior «Lobo estepario». Pero ahora me conformo con decir, hablando de mi propio viaje, que conocí de cerca ese funicular que se menciona en la historia, aunque no llegara a montar en él, y que el mundo parecía, efectivamente, «bello y extraordinario», como dice Hesse. Y también que pasé por algunas de sus tabernas o «grottos» entre el bosque, que allí hay casi por doquier; aunque no encontré amigos con los que beber y tuve que hacerlo a solas. Así como que estuve en su antigua casa, por una extraña invitación, me senté en una de sus sillas entre viejos libros, fotografías y espejos, y me asomé al estrecho y mágico balcón de Klingsor. Ya lo conté aquí hace unos meses. Que no era en «Laguno», sino en Lugano, en el Tesino, la parte italiana de Suiza (Hesse intentaba disimular su nueva residencia y cambiaba un poco los nombres, por los tiempos difíciles que entonces vivía). Y que aquello fue para este caminante una experiencia valiosa e inolvidable. Porque aunque no pasara nada en especial, según los vulgares cánones del mundo, todo para mí, mezclando recuerdos de lecturas con imaginación y sentimiento, fue como estar en un lugar de ensueño.
    Por todo ello, me sentí entonces como «un rico diablo», tal y como definía Klingsor a su amigo Louis, elogiando el detalle de una de sus pinturas, aquella pequeña, estúpida y solitaria bandera rosa sobre un carrusel nocturno. Y hoy también, no sé por qué, me ocurre lo mismo. 
  

Antonio Martín Bardán
(21 de junio, 2014)




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imagen 1: "Paisajes de Irlanda", de B.I.G. 
imagen 2: "Grotto Canvetti", acuarela de Hermann Hesse (1924)

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