Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







lunes, 21 de julio de 2014

El amigo del silencio




(Reflexiones de un anacoreta)


    Encontró el cuaderno en uno de los cajones del viejo escritorio. La casa estaba deshabitada desde hacía más de un año, cuando su único morador (un solitario de unos cincuenta y tantos, al que había visto algunas veces paseando por los alrededores del pueblo, junto con su perro pastor) se marchó. Nunca hablaron ni supo cómo se llamaba, pero, extrañamente, este hombre solía saludarle cuando se cruzaban por los senderos; sobre todo en el habitual trayecto que va hacia el pueblo más cercano y, más allá, hacia las montañas.
    A Martín le gustaba su expresión, seria pero amable, y la imagen que daba de caminante solitario, y respondía cortésmente a su saludo. Pero siempre desde cierta distancia, de una orilla a otra. No se conocían y, lógicamente, nunca se pararon a conversar. Y tampoco se terció nunca ninguna pregunta que diera pie a algún breve diálogo (como sobre qué hora era o sobre alguna ruta a seguir); con lo cual los saludos se reducían a un simple «hola», un «hasta luego» o un «adiós», acompañados de un gesto con la mano y una leve sonrisa. Pero Martín echó de menos esos ocasionales saludos cuando dejó de verle.
    Esa noche, durante uno de sus paseos, vio la puerta del que había sido su hogar, ahora silencioso y a oscuras, entreabierta. Y se atrevió a entrar. Pensó que quizá alguien había intentado robar la noche anterior, o que tal vez algún mendigo se había colado allí para pasar la noche. Con ayuda de su pequeña linterna de bolsillo, se adentró en la casa vacía...
    Entre las sombras, pudo comprobar que el lugar aún conservaba los muebles, pero éstos estaban vacíos de enseres y de huellas, con ese vacío añadido de las cosas solas. No había nada sobre las mesas ni en los estantes, salvo algún utensilio sin importancia: un vaso, un cenicero, una pequeña lámpara sin alma... En los armarios no quiso mirar. Pero luego descubrió, en una de las habitaciones, un par de librerías y una mesa de escritorio. Esto le encendió la curiosidad y empezó a mirarlo todo con más atención, con una sensación distinta. Ahora entendía algo del porqué le agradaba el saludo de aquel caminante. 
    Por supuesto que las librerías estaban vacías, pero al abrir uno de los cajones de la mesa fue cuando se encontró, cubierto de polvo, el cuaderno. Lo hojeó un poco y vio que estaba parcialmente escrito. Lo cogió sin pensárselo, lo metió en un bolsillo de su chaqueta y, después de dar otra breve vuelta por la casa, se fue. Como si con ese inesperado hallazgo fuese suficiente y se diera por satisfecho. ¿Qué otra cosa mejor podría encontrar para saber algo de aquel desaparecido caminante? Luego, ya en su propia casa, sentado tranquilamente en el sillón de la salita, abrió el cuaderno y comenzó a leer.
    Lo primero que pudo observar Martín, pasando distraídamente las hojas, es que muchas de éstas habían sido arrancadas. Pero en las que quedaban se podían leer páginas en las que se describían pensamientos de algún valor. No era un diario, sino, más bien, como un cuaderno de notas, una relación de apuntes y reflexiones personales. Los breves textos que formaban el cuerpo del cuaderno (lo que quedaba de él), estaban precedidos, en la primera página, por una cita de Jung, lo cual le sorprendió gratamente, y a continuación este innominado escritor, que firmaba con el extraño seudónimo de Pistorius, había añadido sus propias ideas sobre diversos temas. A veces las páginas se componían de varios párrafos; otras, sin embargo, sólo contenían unas pocas frases. Y conforme iba leyendo, fue sabiendo el curioso Martín de algunos asuntos personales de aquel desconocido caminante. Con algunas exposiciones estuvo de acuerdo, con otras no tanto. Pero en cualquier caso le pareció que todo tenía un cierto interés.
    Lo que sigue es una selección de esa nocturna lectura...


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    ... Sin embargo, puede ser que alguien, por propios motivos suficientes, se vea precisado a emprender el camino hacia las lejanías con sus propias fuerzas, porque en todas las protecciones, modelos, asilos, modos de vida y atmósferas que se le ofrecen no encuentra lo que necesita. Marchará solo y representará su propia sociedad. Será su propia multitud que consta de muchas opiniones y tendencias. Pero éstas no van necesariamente en la misma dirección. Se encontrará, por el contrario, en duda con sí mismo y hallará grandes dificultades en manifestar toda su complejidad en una acción unívoca. Incluso cuando se encuentra externamente protegido por las formas sociales de la fase de transición, no posee con ello protección alguna contra la interna complejidad que le enemista consigo mismo y le sume en el extravío en identidad con el mundo externo.

C. G. Jung 


    Como hombre ya entrado en años, tirando para viejo, a mí no me agrada la compañía de los niños. Al contrario que la conocida frase atribuida a Jesús de Nazaret, yo podría decir: «Dejad que los niños se alejen de mí, por favor.» Y esto no es porque no me gusten los niños, sino porque mi sistema nervioso no está ya para oír algarabías infantiles, no es capaz de soportar el estruendo típico de una reunión de ese tipo, más allá de unos pocos minutos. Conforme pasan los años, uno se hace cada vez más amigo del silencio.
    Recuerdo, sin embargo, mi infancia. Y, por supuesto, recuerdo muy bien que había muchos momentos en que uno (como los demás) expresaba su alegría de vivir a gritos, en los múltiples juegos de entonces. Y entiendo ahora que lo que le ocurre a los niños es que tienen una capacidad natural para ser felices, y la expresan de una forma que puede parecer salvaje en algunos momentos (y quizá lo sea, de algún modo), pero que es tal y como les sale de dentro, porque está en su naturaleza. Algo que, por descontado, no hay que intentar reprimir, sino todo lo contrario. 
    La diferencia entre el niño y el adulto (aparte de que no está ya éste último amparado por la protección de los padres, que se esfuerzan, sobre todo en esta época, por meter a sus hijos en una especie de burbuja) es que ha habido, en el transcurso de los años, una serie de experiencias... Y esas experiencias, esas vivencias, buenas, malas o regulares, han ido moldeando la propia personalidad, en un sentido o en otro.
    El niño, sin embargo, es un ser nuevo. No porque haya nacido como una tabula rasa (ya viene, en gran parte, impregnado con la memoria de sus antepasados), sino porque se encuentra con el mundo actual por primera vez. Es una configuración individual nueva y única, en algunos aspectos, que comienza su propia andadura existencial. Y el niño (salvo graves problemas puntuales) tiene una inclinación natural a sentirse feliz, y los juegos son su forma preferida de expresión. Se puede decir en este sentido que, evidentemente, el niño vive en el paraíso. Pero ello sólo ocurre en el momento del juego. Más allá de éste, el niño es muy capaz de cualquier conflicto. Todo depende, en primer lugar, de las circunstancias, favorables o desfavorables, que le rodeen. Hace falta muy poco para que el niño se sienta feliz: afectos familiares, un hogar acogedor y amigos de juegos. O quizá, pensándolo mejor, no es poco sino mucho, según se mire. Pero el caso es que en la infancia suele ser fácil encontrar, afortunadamente, esos elementos. De lo cual me alegro.
    En fin, lo que intento decir es que, a pesar de mi edad, entiendo perfectamente la actitud del niño. Y en absoluto la censuro. Lo que ocurre es lo que apuntaba antes de la diferencia entre el niño y el adulto. Y en casos particulares como el mío, el tener que presenciar esos juegos de cerca afecta de manera negativa a mi sistema nervioso, sobre todo en cuanto al sentido del oído. Es por eso que digo que no me agrada su compañía, y no por ninguna otra cuestión. Mi condición personal actual se expresa en una situación ciertamente anacorética, y en esta situación el silencio tiene un papel tan importante como necesario. Así de simple.


***

    Si yo fuera periodista y dispusiese de una columna diaria o semanal en un periódico más o menos serio, y me debiera a cierto tipo de lectores, quizá escribiría hoy, en el contexto que fuese, que la vida parece a veces como una película; que el director es alguien, o algo, a quien llaman o a lo que llaman Dios, y que éste es quien elige a los protagonistas, quien ha seleccionado el guión y los escenarios para rodar el filme, y los demás sólo somos meros «figurantes», que hemos sido contratados por cuatro perras, un par de bocadillos y un refresco para hacer de bulto en algunas escenas; y que no tenemos derecho a opinar sobre nada, y mucho menos a escoger cualquier posible cambio en el desarrollo de esa película.
    Pero como no soy periodista, y tampoco me cuento entre esa clase de pasivos creyentes, pues decido escribir en este cuaderno íntimo que no, que no es así... Que Dios puede elegir y dirigir la película que le dé la gana, pero que debe contar también con que a veces le salgan figurantes con opinión propia, la cual puede diferir de la mayoría y también, incluso, de la suya propia... Y que, además, esos figurantes, contratados sólo para hacer de relleno en determinadas escenas, tienen también un alma y son creación suya. 


***

    A veces me digo que debo dormir más, no sólo por descansar sino, sobre todo, para poder soñar. Sin embargo, otra voz se cruza entonces en el camino y me dice que, en realidad, ya estoy soñando...


***

    Hoy me he cruzado con una pareja, según paseaba por el pueblo, y he oído lo siguiente: 
    —Porque es así —decía él—. ¡Yo me siento así!...
    Qué simple, ¿no? Pero ahí vi la raya entre subjetividad y objetividad, y la influencia que ejerce una sobre la otra... No oí cuál era la pregunta de la mujer, pero es lo mismo. Lo que importa es que suele funcionar de esa manera: según se sienta uno, así verá al mundo.   


***

    He aprendido con los años que hay que bajar mucho para poder subir... Pero es necesario que, por muy abajo que nos encontremos, nunca perdamos la visión (aunque sea fragmentaria y difusa) de la luz, de aquella luz que antiguamente veíamos con nitidez y que fue el viento que nos animó a emprender el camino.

***

    Después de leer por la noche a Jung, cuando habla de la coniunctio oppositorum de los alquimistas, o de la unio mystica, y me veo luego inmerso, durante el día, en estas fiestas vulgares de pueblo (o de ciudad, da igual), en las que el mayor placer que encuentra la gente es sentarse durante horas en la terraza de un mesón a comer, beber y charlar, mientras sus niños corren arriba y abajo entre gritos, me siento bastante extraño y molesto... Intento preguntarme cosas, pensar, reflexionar, escribir. Pero todo es ruido, ruido, ruido y más ruido. Es como un río sonoro, cargado de piedras, que entona continuamente la canción del absurdo. 
    En esos momentos sólo se me ocurre pensar que el dios de esas gentes es, obviamente, el Sol y lo que llaman «buen tiempo». Y que, sin embargo, el mío propio es, por el contrario, la madre Tormenta... Porque la tormenta disipa rápidamente esas fiestas idiotas y hace que las gentes se refugien en los interiores de los locales (con lo cual se aminora el ruido), o hace que desaparezcan en sus coches, porque se les ha «aguado la fiesta», volviendo a sus lugares de origen; donde seguramente, antes de irse a dormir, buscarán mesas en otras terrazas, para seguir un tiempo más con ese magma inexplicable que entienden por felicidad.
    Se me aparece, en mi torpe y desesperada visión de esos momentos, como una lucha entre Thor y Apolo. Suele ganar el segundo, pero... ¡qué delicia cuando lo hace el primero! Entonces se oyen los fabulosos e imponentes truenos, que rasgan y hacen pedazos la burda tela de las estúpidas risas y los vulgares y necios diálogos. Y luego cae la lluvia con fuerza, con un estruendo vigoroso que transforma al mundo y prefigura el regreso de la bendita calma... Para mí, en esos momentos, el ruido de la lluvia no es tal, sino que es pura música.
    Puedo comprender, no obstante, que son gentes normales, que gozan de esa manera de un merecido descanso después de intensas jornadas de trabajo. De los niños ya hablé aquí hace unos días, y los disculpo. Pero tener que escuchar esas conversaciones superficiales de los adultos, esas risas fáciles, que a mí me parecen vacías, es para este extraño tan insoportable como estar en medio de un avispero. Posiblemente no es más que la exageración de un solitario, un tanto neurótico, pero... 
    Muchas veces lo tenemos difícil los amigos del silencio.


***

    Qué bien si me gustara la gente. Precisamente «gente» es lo que más abunda en este mundo. Pero sucede que a mí, casi desde que era niño, la gente me repele. Y esta repulsión no es un invento mío. Soy un extraño en este mundo, lo sé, y siempre lo seré. Asumir esto es doloroso, por la soledad que conlleva, pero absolutamente necesario. En caso contrario, uno estaría siempre con la tensión de desear un imposible, y se privaría de la necesaria aceptación interior, que es, en definitiva, lo que permite el movimiento con sentido que configura una buena vida. 


***

    A pesar de la negatividad de algunos, que dicen que la vida sólo puede ser un absurdo, dado que termina, yo digo que sí a la vida. Si la vida tiene un final —vienen a decir— nada tiene sentido. Lo único que merece la pena entonces, lo único posible (si la suerte nos acompaña) es disfrutar de los placeres del mundo. ¡Qué simples son! ¿Y qué son para ellos los placeres del mundo, sino esas absurdas fiestas en las que se dedican a perder el tiempo? Precisamente ese tiempo que, según ellos, se les escapa... ¡Cuán lejos están de la auténtica vida! 


Pistorius

(verano de 2013)

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    Martín cerró el cuaderno. Estaba claro que el tal Pistorius era un poco misántropo, y también puede que estuviese algo loco... Pero eso no se correspondía con sus claros y amables saludos, por lo que pensó que se trataba de una de esas misantropías circunstanciales, que no responden a un fondo auténtico, sino sólo a una simple reacción ante algunas superficies, personalmente ásperas. Esta clase de individuos va por la vida como lobos esteparios, pero en realidad lo que buscan es otro tipo de compañías. Y al no encontrarlas, critican al mundo en bloque como algo trivial y negativo. Lo único que les ocurre es que no han hallado su sitio en el mundo, y deambulan de aquí para allá, casi como almas en pena, despotricando y quejándose de una sociedad a la que sienten intensamente como ajena e inaceptable.
    Pero le hubiera gustado a Martín leer las otras páginas que habían sido arrancadas del cuaderno. Seguro que ahí hubiese encontrado ciertas claves y dibujos que arrojarían más luz sobre esta rara pero comprensible figura, sobre este anacoreta amigo del silencio.    


A. H. Martín 
(21 de julio, 2014)

  

2 comentarios:

  1. Precisamente pensaba yo en Harry Haller al leer los fragmentos de ese cuaderno que citas (¡justo acabo de comenzar a releer El Lobo Estepario! Aunque esta vez me doy el lujo de leerlo en alemán).
    Ese personaje, Antonio, también eres tú, ¿verdad?
    Te mando un gran abrazo.

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  2. En primer lugar, me alegro de tu regreso, amiga Liz. Y en segundo, qué bien que vuelvas al Steppenwolf, ¡y en alemán! Todo un lujo, ciertamente.
    En cuanto al personaje de mi historia... Sí, es evidente que siempre hay algo de uno mismo, pero no coincidimos en todo, sólo en algunas cosas.

    Un fuerte abrazo, estimada pintora de sueños.

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