Aquí escribo,
al filo de la noche,
en este cuaderno de cristal
y humo,
para ahuyentar las sombras.


Con la ventana abierta,
por si viene el pájaro
del sueño.

AMB







martes, 18 de agosto de 2015

En el País de los Elfos




    En sus rojizas chaquetas de cuero, que les llegaban a las rodillas, los hombres de Erl se presentaron ante su señor, el augusto hombre de pelo cano en lo profundo de su estancia roja. Inclinado en la silla tallada, escuchó lo que el portavoz tenía que decir.
    Y así habló el portavoz:
    —Durante setecientos años los jefes de vuestra raza nos han gobernado bien; y sus hazañas quedaron registradas por los trovadores menores, que viven todavía de sus cancioncillas tintineantes. Pero las generaciones se suceden y nada hay de nuevo.
    —¿Qué queréis? —preguntó el señor.
    —Queremos ser gobernados por un señor dotado de magia —dijeron.
    —Así sea —dijo el señor—. Quinientos años han transcurrido desde que mi pueblo habla de este modo en parlamento, y siempre será lo que vuestro parlamento diga. Habéis hablado. Así sea.
    Y levantó la mano y los bendijo, y ellos partieron.
    Volvieron a sus antiguas tareas, a ajustar la herradura al casco de los caballos, a trabajar el cuero, a cuidar las flores, a satisfacer las duras necesidades de la tierra; seguían antiguos usos y estaban a la busca de algo nuevo. Pero el viejo señor envió un mensaje a su hijo mayor rogándole que fuera a su presencia.
    Y sin demora el joven se presentó ante él, en esa misma silla tallada de la que no se había movido, donde la luz, ya avanzada la tarde, entraba desde las altas ventanas y mostraba los ojos envejecidos que miraban el futuro a lo lejos, más allá del tiempo del viejo señor. Y allí sentado, le dio al hijo su mandato.
    —Ve —le dijo— antes de que estos mis días lleguen a su fin y, por tanto, ve de prisa desde aquí hacia el este, más allá de los campos que conocemos, hasta que veas las tierras que con toda evidencia pertenecen a las hadas; y cruza su linde, que está hecha de crepúsculo, y dirígete al palacio del que sólo puede hablarse en canto.
    —Es lejos de aquí —dijo el joven Alveric.
    —Sí —respondió él—, es lejos.
    —¿Qué mandáis que haga —preguntó el hijo— al llegar a ese palacio?
    Y su padre dijo:
    —Que te cases con la hija del Rey del País de los Elfos
    El hijo pensó en su belleza y en la corona de hielo que llevaba, en la dulzura que las runas fabulosas le atribuían. Cantos se le cantaban en las colinas salvajes donde crecen minúsculas fresas, y si se buscaba al cantor, no era posible encontrarlo. A veces sólo su nombre se cantaba gentilmente, una y otra vez. Su nombre era Lirazel.
    Era una princesa de linaje fabuloso. Los dioses habían enviado a sus sombras a su bautismo, y también las hadas habrían asistido, pero se asustaron al ver en sus campos cubiertos de rocío a las largas sombras oscuras de los dioses que avanzaban, de modo que se quedaron escondidas todas juntas en las pálidas anémonas rosadas, y desde allí bendijeron a Lirazel.
    —Mi pueblo exige que lo gobierne un señor dotado de magia. Han adoptado una decisión necia —dijo el viejo señor—, y sólo los Oscuros que no muestran su cara conocen cuáles serán las consecuencias; pero nosotros, que no vemos, seguimos la antigua costumbre y hacemos lo que dice nuestro pueblo en el parlamento. Puede que algún espíritu sabio que ellos no conocen los salve todavía. Ve con la cara vuelta hacia esa luz que llega del país de las hadas y que débilmente ilumina el crepúsculo desde la caída de la tarde y las primeras estrellas, y ella te guiará hasta que llegues a la frontera y hayas dejado atrás los campos que conocemos.


Lord Dunsany

(The King of Elfland's Daughter - 1924)


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    Así comienza La hija del Rey del País de los Elfos, del gran maestro soñador Dunsany, que según los críticos es su mejor novela. Y recomiendo, por supuesto, encarecidamente su lectura a los amantes de los cuentos de hadas y las historias fantásticas, porque en ese género es sin duda una obra magistral. Yo la leí someramente en 1989, cuando el libro llegó a mi biblioteca, y digo «someramente» porque las circunstancias de entonces no me dejaban suficiente tiempo libre para largas lecturas. Pero la leí por fin completa en el invierno del año pasado. Veinticinco años después, sí. Pero mereció mucho la pena esperar, porque quedé absolutamente encantado. Hay cosas que no deteriora el tiempo y que pueden estar guardadas en un cajón durante muchos veranos e inviernos, sin que las llegue a tocar el polvo de la edad, conservando intacta su frescura.
    El delicioso estilo de Dunsany ha sido alabado en multitud de ocasiones, por los lectores aficionados y por los eruditos. Lovecraft, por ejemplo, decía que... «La belleza es la tónica de las obras de Dunsany. Ama el vivo color verde de jade y cobrizo de los domos y el delicado resplandor de los minaretes de marfil de unas imposibles ciudades de ensueño a la puesta del sol.» Y también decía lo siguiente: «Para el lector dotado de una gran imaginación, Dunsany es el talismán y la llave que abre los ricos almacenes del ensueño y de los recuerdos fragmentarios, hasta el punto de que podemos hablar de él no solamente como de un poeta, sino como de un autor que hace de cada lector un verdadero poeta.»
    Y según el crítico Juan Ramón Vélez García (de la Universidad de Salamanca), su prosa es «fundamentalmente poética, lo que se manifiesta en el gusto por aliteraciones, anáforas, polisíndeton, en la preocupación por el ritmo y la musicalidad, o en la utilización de recursos arcaizantes».
    Es precisamente ese rico y poético lenguaje arcaizante, entre mitológico y legendario, como de historia vagamente oriental, pero en este caso esencialmente céltica, lo que nos hechiza en la obra de Dunsany. A mí me encantó, como decía, sobre todo por poder adentrarme de su mano en el fabuloso País de los Elfos (que en ocasiones llama también «país de las hadas»). Y me quedé especialmente prendado de esa «linde de crepúsculo» que menciona a menudo, y que hace de frontera entre nuestro mundo y el otro. Un mundo, ése otro, que curiosamente no recibe la luz ni del Sol ni de la Luna ni de ningún otro astro, porque posee su propia luz... Y este evocador asombro viene quizá porque de joven, en mis largos e intensos paseos por la susurrante esfera del atardecer, me encontré muchas veces con esa linde y allí, detenido y emocionado ante sus brillos seductores, y agradecido por la caricia de esa brisa que se siente diferente, intuía que de algún modo esa linde era como una auténtica puerta hacia otro mundo, hacia lo desconocido. Esa extraña dimensión que a algunos nos llama poderosamente desde más allá de las sombras de esta realidad.


Antonio H. Martín
(18 de agosto, 2015)


        

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música: Some Mother's Son - Bill Whelan
imagen 1: The Ring of Galadriel
  (Galadriel: Princesa Noldorin, hija de Finarfin - J. R. R. Tolkien)
imagen 2: "El laberinto celta" (imagen tomada del vídeo adjunto)
referencias literarias:
- La hija del Rey del País de los Elfos - Lord Dunsany
   (Ediciones Teorema - Barcelona, 1983)
- El horror sobrenatural en la literatura - H. P. Lovecraft
    (Barral Editores - Barcelona, 1974)
- Fifty-One Tales de Lord Dunsany - Juan Ramón Vélez García
    (Espéculo. Rev. de estudios literarios - U. Complutense de Madrid, 2004)



2 comentarios:

  1. Y yo me quedo prendada del gobierno de la magia aunque traiga sus consecuencias, como todo gobierno popular, querido amigo...
    Gracias por la recomendación. Será para otro tiempo, pero será.

    Un fuerte abrazo, Antonio.

    Fer

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  2. Pues a pesar de esas consecuencias, me gustaría mucho que hubiera un gobierno de la magia, amiga Fer. Aunque, eso sí, con alguien que estuviese a la altura...
    Si te gusta ese tipo de literatura, seguro que gozarás con ese cuento de Dunsany.

    Un abrazo feérico, amiga.

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